Tal como dije, Eduardo fue el primero, con el que inicié mi venganza..., venganza que ha sido una autodestrucción lenta, pero eso sí, una salida de emergencia a la hostilidad de mi matrimonio. Duramos 3 meses viéndonos de 11 AM a 2 PM, en su casa o en la mía, nunca me atreví a pisar un hotel de mala muerte, por miedo o no sé, igual ya no tenía escrúpulos para ser exigente frente a esa situación.
Fueron muy tristes esos 3 meses, compartía una cama con aquel hombre que me era totalmente ajeno, y hacía realidad mis fantasías con otro, con quien no tenía en común, siquiera el gusto al vino. Eduardo de a poco me aburrió, todo porque se obsesionó conmigo, pensaba que estaba con otro, así que decidí terminar con esa relación, yo quería un escape, no un segundo esposo que me dijera qué hacer o no. Todo lo ocurrido me dejó un mal sabor en la boca, quién era esa que se desnudaba frente a ese idiota que sólo quería sexo, qué hacía ahí de bruces besándole hasta el alma..., esa no era yo, no era quien se casó con toda la ilusión del mundo.
Con todos esos pensamientos sueltos en mi mente, en mi cuerpo, en mis sentimientos, intenté recuperar mi matrimonio. Quise borrar como pude los golpes que Alejandro me daba, cuando hacía algo que provocara su furia. Me esforcé para no recordar a esa pelirroja, quien seguramente era feliz con mi esposo. Pero de nada valió lo que intenté, sin querer me vi nuevamente en el oxido del olvido, desinfectando las heridas con alcohol y tomando vino barato mientras lo esperaba en plena madrugada, cansada, deprimida y desolada.
Esa semana él se iba de viaje, aparentemente eran “negocios” con Helena. Así que decidí dejar al niño en casa de mi suegra; necesitaba respirar, reencontrarme, saber que aún tenía vida entre mis venas. Estuve algunos días fuera de la ciudad, en casa de mi amiga Esther. Intenté contarle lo ocurrido, el modo en que mi príncipe azul se convirtió en ogro, y cómo llegué a fallarle a mi propio amor, acostándome con el primero que pasó por la puerta de mi casa. Pero no lo logré, su sonrisa perfecta, sus historias de cómo se convirtió en una profesional exitosa, y sus miles de planes me dejaron peor a cómo estaba.
Sin embargo una de esas noches, en las que me llevó a pasear y a conocer los lugares más lindos (antes de irme), decidí borrarme la memoria, al menos por unas horas con cualquier tipo de alcohol. Me desaté, grité, bailé, fui otra vez esa chica universitaria que vivía con todas las letras del alfabeto. Allí conocí a un moreno deslumbrante, con ojos verdosos y unos rulos divinos.
Se me acercó para preguntar mi nombre, a lo que respondí “Fulana, y tu?”, y él inmediatamente, entendiendo todo, contesto “Bonito nombre, soy Mengano”… Sólo ese pequeño dialogo bastó para caer en sus brazos, nunca supe ni su edad, ni su profesión o su nombre real, tampoco me interesaba, sólo quería que estuviese más y más adentro de mi, con esa fuerza, con esa intensidad, con esa pasión que hace tiempo no sentía en cada recinto de mi piel. No me avergoncé, ni pensé en Alejandro o en Eduardo, ni siquiera recordé las escenas que me perseguían a diario de Helena, simplemente volvía a la vida al ritmo de su cuerpo, de sus besos y su respiración desenfrenada en mi cuello. Mis pulmones tenían de nuevo oxigeno, justo al unísono de cada orgasmo.
Pero salió el sol, y así como se escondió la luna, terminó mi historia con aquel Mengano. A primera hora estaba en el bus, sentada de última, con una gran resaca y con la sensación de placer que recorría mi interior.
Fueron muy tristes esos 3 meses, compartía una cama con aquel hombre que me era totalmente ajeno, y hacía realidad mis fantasías con otro, con quien no tenía en común, siquiera el gusto al vino. Eduardo de a poco me aburrió, todo porque se obsesionó conmigo, pensaba que estaba con otro, así que decidí terminar con esa relación, yo quería un escape, no un segundo esposo que me dijera qué hacer o no. Todo lo ocurrido me dejó un mal sabor en la boca, quién era esa que se desnudaba frente a ese idiota que sólo quería sexo, qué hacía ahí de bruces besándole hasta el alma..., esa no era yo, no era quien se casó con toda la ilusión del mundo.
Con todos esos pensamientos sueltos en mi mente, en mi cuerpo, en mis sentimientos, intenté recuperar mi matrimonio. Quise borrar como pude los golpes que Alejandro me daba, cuando hacía algo que provocara su furia. Me esforcé para no recordar a esa pelirroja, quien seguramente era feliz con mi esposo. Pero de nada valió lo que intenté, sin querer me vi nuevamente en el oxido del olvido, desinfectando las heridas con alcohol y tomando vino barato mientras lo esperaba en plena madrugada, cansada, deprimida y desolada.
Esa semana él se iba de viaje, aparentemente eran “negocios” con Helena. Así que decidí dejar al niño en casa de mi suegra; necesitaba respirar, reencontrarme, saber que aún tenía vida entre mis venas. Estuve algunos días fuera de la ciudad, en casa de mi amiga Esther. Intenté contarle lo ocurrido, el modo en que mi príncipe azul se convirtió en ogro, y cómo llegué a fallarle a mi propio amor, acostándome con el primero que pasó por la puerta de mi casa. Pero no lo logré, su sonrisa perfecta, sus historias de cómo se convirtió en una profesional exitosa, y sus miles de planes me dejaron peor a cómo estaba.
Sin embargo una de esas noches, en las que me llevó a pasear y a conocer los lugares más lindos (antes de irme), decidí borrarme la memoria, al menos por unas horas con cualquier tipo de alcohol. Me desaté, grité, bailé, fui otra vez esa chica universitaria que vivía con todas las letras del alfabeto. Allí conocí a un moreno deslumbrante, con ojos verdosos y unos rulos divinos.
Se me acercó para preguntar mi nombre, a lo que respondí “Fulana, y tu?”, y él inmediatamente, entendiendo todo, contesto “Bonito nombre, soy Mengano”… Sólo ese pequeño dialogo bastó para caer en sus brazos, nunca supe ni su edad, ni su profesión o su nombre real, tampoco me interesaba, sólo quería que estuviese más y más adentro de mi, con esa fuerza, con esa intensidad, con esa pasión que hace tiempo no sentía en cada recinto de mi piel. No me avergoncé, ni pensé en Alejandro o en Eduardo, ni siquiera recordé las escenas que me perseguían a diario de Helena, simplemente volvía a la vida al ritmo de su cuerpo, de sus besos y su respiración desenfrenada en mi cuello. Mis pulmones tenían de nuevo oxigeno, justo al unísono de cada orgasmo.
Pero salió el sol, y así como se escondió la luna, terminó mi historia con aquel Mengano. A primera hora estaba en el bus, sentada de última, con una gran resaca y con la sensación de placer que recorría mi interior.